Buenos Aires votó al verdugo y el país aplaudió: la política argentina volvió a mostrar su peor cara
Por Mauro Yasprizza.
Por Mauro Yasprizza.
El peronismo se disfrazó de resucitado tras el triunfo en Provincia, Milei se atrincheró en su traje de rockstar y el mercado pegó un salto que desnuda la fragilidad de todos. Ni resurrección de la “política decente” ni entierro libertario: lo que vimos fue otra función del eterno sainete argentino.
La política argentina tiene una especialidad: vender espejitos de colores como si fueran lingotes de oro. Esta elección en Buenos Aires no fue la excepción. El peronismo se puso el traje de ganador y salió a gritar que “la política volvió”, mientras los libertarios se lamían las heridas y los mercados nos recordaban que el verdadero poder en Argentina no lo tiene ni Milei ni Kicillof: lo tienen los números rojos.
La postal del domingo fue clara: Fuerza Patria le sacó 13 puntos a La Libertad Avanza en el distrito más populoso del país. Una trompada electoral que nadie en Casa Rosada esperaba. Pero ojo: creer que esto significa un renacer de la “democracia con reglas” es tan ingenuo como pensar que la AFA alguna vez será un ejemplo de transparencia. Lo que pasó fue más simple: ganó la maquinaria territorial más aceitada. Punto.
Mientras tanto, Milei perdió más que votos. Perdió relato. Jugó al rockstar con cierres de campaña caros, gestos grandilocuentes y un desprecio absoluto por la política real. El problema es que cuando uno se convence de que la política no importa, la política viene y te pasa por arriba. Y eso es exactamente lo que ocurrió: Axel Kicillof, con su aparato peronista de siempre, se lo devoró en la cancha.
Pero no confundamos los tantos: Milei no está muerto. Su base juvenil sigue existiendo, su plan de ajuste logró lo que Macri nunca pudo —bajar la inflación de manera sostenida— y todavía conserva la narrativa de ser el único que se animó a patear el tablero. Ese capital político no se borra con un resultado adverso en un distrito. Lo que sí se borra es la ilusión de que podía humillar al peronismo y bailar sobre su tumba.
La reacción del dólar lo dijo todo: mientras Kicillof festejaba y los libertarios mascullaban bronca, la divisa estadounidense se trepaba por encima de los $1.400, tocando el techo de la banda cambiaria. Es la traducción perfecta del sainete nacional: la política celebra, la economía se desploma y el ciudadano de a pie queda mirando cómo se derrumba el decorado.
El fútbol nos regala el paralelismo exacto. En las canchas, las hinchadas corean, los dirigentes reparten entradas, las barras mandan y los campeonatos se definen más en escritorios que en los arcos. En política es igual: el resultado no depende de proyectos serios, sino de quién tiene más punteros, más fiscales y más “militancia rentada”. Y después nos preguntamos por qué seguimos girando en círculos como si el VAR nunca funcionara.
La moraleja es brutal, pero necesaria: ni Buenos Aires resucitó la política ni Milei enterró al peronismo. Lo único que se confirmó es que la Argentina está atrapada en su propia trampa: un país donde se vota más por odio que por proyectos, donde los ganadores festejan con fuegos artificiales mientras el mercado avisa que la fiesta la terminamos pagando todos. Y donde, como en el fútbol argentino, los hinchas se bancan cualquier papelón… hasta que se cansan y vacían la tribuna.
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