Enrique Santos Discépolo escribe su testamento filosófico en forma de tango titulado “Cambalache” y lo hace a fines de 1934 para la película de Mario Soffici “El alma del bandoneón”.
Para este tango no pudo Discépolo imponer a su compañera , la cancionista Tania , ya que el director exigía una voz masculina . Y el tango, el más famoso de los que escribiera el poeta, lo canta en esa película infantil y casi menor de Mario Soffici, el estribillista de Francisco Canaro llamado Ernesto Famá .
La película se estrena en la catedral del cine argentino el 20 de febrero de 1935, esto es en el cine “Monumental” de la tradicional calle Lavalle de la Capital Federal. A metros de allí y en el marco del teatro Maipo lo estrena en vivo Sofía Bozan . En su inolvidable letra mezcla Enrique en su genial cambalache a los buenos y a los malos impactando con esos siete nombres: Stavisky,Don Bosco y la Mignon,Don Chicho y Napoleón,Carnera y San Martin .
Quiero apartarme de ese maniqueismo y concentrarme en ese enigmático personaje, don Chicho, desconocido para la mayoría de las generaciones actuales y que emparenta lo peor de los años treinta, la década infame, con nuestra querida ciudad de Rosario, a la que durante muchos años y aún todavía se la denonima “la Chicago Argentina”.
Igual que a Chicago a Rosario vinieron a residir muchísimas familias sicilianas. La mía por el lado materno, por ejemplo, provenía de la Provincia de Catania al pie del Etna .
Automáticamente se suele asociar a los sicilianos con las mafias debiendo señalarse que muchas de esas familias se radicaron en Rosario. Don Chicho o Chicho el grande, llamado Juan Galiffi, fue sin dudas el jefe de la familia mafiosa más poderosa de todas. Al Chicho se lo conoció como el Al Capone Argentino, y un desgraciado caso de secuestro que termina en tragedia asocia inmediatamente el nombre de Chicago y Rosario.
Ocurre que Abel Ayerza un joven de clase alta es secuestrado por la banda mafiosa rosarina en la zona donde vivía , en la cordobesa localidad de Marcos Juárez en octubre de 1932 y el rescate es pagado a los pocos días en la calle Ayolas del sur de nuestra ciudad. Pero los mafiosos no devolvierona Ayerza a quien habrían matado casi inmediatamente después de ser secuestrado. Toda la banda de Juan Galiffi fue condenada a cadena perpetua, pero como a don Juan, Chicho Grande, no le pudieron probar nada, se lo deportó a Italia, donde fallecería en Milán en 1943 durante los bombardeos a esa ciudad del norte itálico.
La hija de Juan, llamada Agata, fue conocida vulgarmente como “la gata Galiffi” y se estableció con su familia en Mitre 1369, en pleno centro de Rosario. La familia de mi madre vivía a metros de allí en calle Mitre y 9 de julio y la gata Galiffi era de trato frecuente con sus vecinas, mi madre llamada Cayetana incluída, a la que Agata llamaba cariñosamente “Tanucha”.
A los pocos años nacía yo en esas vecindades, en la maternidad Santa María, de Corrientes y 9 de Julio, propiedad hasta hace pocos años de los Doctores Sandiano. La gata me tuvo entre sus brazos en muchas oportunidades hasta que abandonó el barrio y la ciudad. Como dato anecdótico agrego que hacía unos años había nacido en la misma maternidad Ernesto “el che” Guevara.
Creo que la elección de Discepolín de esos siete nombres cambalachescos fue arbitraria y antojadiza. Pudo haber incluido por ejemplo entre los malos al petiso orejudo Cayetano Santos Godino recluido en el penal del fin del mundo o entre los buenos a Bernabé Ferreira , adquirido por RiverPlate por un cifra importante y que bautiza como millonarios al equipo de la banda.
Ambos, Godino y Ferreira, por distintos motivos gozaban de mucha fama en 1932. Discépolo y su talento poético fue quien juntó a los siete nombres, lo mismo como mezcló a la Biblia con el calefón. Muy lejos de la impronta genial discepoleana, abordaron temáticas similares, por ejemplo, Enrique Cadícamo en “Al mundo le falta un tornillo”, Mario Batistella en “Bronca” y Eladia Blázquez en “Argentina primer mundo”.
Si bien este artículo por un lado deviene en una de las tantas apologías para Enrique Santos Discépolo resulta también una confesión del raquitismo y la orfandad que muestra la letrística tanguera en la actualidad como crónica social de las costumbres argentinas.