Por Mauro Yasprizza.
El peronismo, el kirchnerismo y los comunistas locales prometen cambio, pero solo reciclan la decadencia que ellos mismos construyeron.
No hay nada más viejo que la política que se disfraza de nueva. A días de las elecciones legislativas, vuelven a aparecer los mismos de siempre: los que ya estuvieron, los que prometieron, los que fracasaron. Los que vaciaron el Estado, negociaron con los narcos y empobrecieron a generaciones enteras ahora vienen con sonrisa de candidato fresco y discurso de renovación.
Pero no hay renovación posible cuando la raíz está podrida. Y la raíz del desastre santafesino tiene nombre: peronismo. De su tronco brotaron ramas con distintos colores —kirchnerismo, socialismo domesticado, comunismo nostálgico—, pero todas tienen el mismo ADN: el del poder por el poder, el del clientelismo y la hipocresía institucional.
Rosario, esa ciudad que supo ser sinónimo de trabajo, de educación y de orgullo obrero, fue convertida en un campo de batalla. Los tiros se escuchaban más que los discursos, y los discursos son cada vez más vacíos. Mientras los barrios caían en manos de la violencia, los que se autoproclaman “defensores del pueblo” hacen fila para volver a ocupar una banca. Dicen que quieren “reconstruir”, cuando lo que deberían hacer es pedir perdón.
El kirchnerismo santafesino promete futuro, pero es el mismo que dejó escuelas sin maestros, hospitales sin médicos y jóvenes sin horizonte. Es el mismo que multiplicó la pobreza y que convirtió la política en un empleo vitalicio. Los comunistas locales, por su parte, descubrieron que el capitalismo no les resulta tan malo cuando el sueldo lo paga el Estado. Y los peronistas “renovadores” solo cambian de logo para no cambiar de costumbre.
Nos quieren convencer de que todo puede seguir igual, con otro eslogan, con otra foto de campaña. Pero los rosarinos ya vimos esta película. Sabemos quiénes son los actores, quién dirige y, sobre todo, cómo termina.
Este domingo 26 de octubre no se trata de elegir entre derecha o izquierda. Se trata de elegir entre pasado y futuro. Entre seguir repitiendo los errores que nos trajeron hasta acá o, por fin, dar el paso que hace años venimos postergando: el de romper con la costumbre del fracaso.
Porque no hay progreso sin memoria.
Y no hay memoria si seguimos votando a los mismos que nos robaron el futuro.

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