Cuento del libro “Un hombre valiente y otros sueños de barrio”, de Jorge Cánepa.
Ojalá nunca lo hubiera visto, pero lo vi. Cuando me di cuenta ya era tarde. John Parker, el mago de la compañía trashumante que giraba por la provincia de Buenos Aires, escondía las palomas que haría aparecer en el escenario de aquel pueblito pintoresco.
Quedé inmóvil en la puerta de la habitación. En aquella pensión, humilde y perfumada, no había llaves. Entré y lo vi. Ponía a las palomas en un arnés de alambre, armado en el forro del frac. Me quise ir, pero Parker me habló con toda naturalidad:
-Pasá, Jorgito, ya preparo el mate -dijo, y siguió con lo suyo. Fue una estocada a la ilusión. Yo nunca quise saber cómo era el truco, me convencía de que el mago las hacía aparecer de la nada y de que eso era posible. Forzaba la inocencia, para sorprenderme. Esa noche miré la función esperando ver por donde sacaba las palomas, como las agarraba, cual era la trampa, y ya nunca fue lo mismo.
¡Habíamos visto a tantos embaucadores tratando de mostrarnos que era magia de verdad! Y ese era el juego. Creernos todo y seguir soñando que lo mágico podía ser real. Crecimos escuchando las hazañas del Gran Houdini, de Fu Manchú, de Alex-Mir, de Mingo-Ho y de cientos de prestidigitadores e ilusionistas que lograron que los adultos, por un momento, volvieran a ser niños, para confiar en que lo imposible, no lo era. Para reemplazar al entrañable recuerdo de los Reyes Magos, volver a la inocencia y que un cuento se haga realidad.
-¿Quien es el rubiecito flaco que viaja con tantas valijas? -preguntó el organizador de la gira, Alberto Migliazzo, apenas entró al aeroparque. El mago Richard -dijo Cesar Romero, por aquellos años una celebridad del rock, y siguió: -¿Lo contrató usted y no lo conoce?
Don Alberto lo miró, dio una pitada intensa al cigarrillo y le contestó:
-Nunca lo vi, debuta mañana, me lo recomendó un amigo.
Era un elenco variado, de distintas disciplinas, que partía hacia el sur y que incluía cantores de tango, una banda de rock, un cómico, parejas de baile y al ilusionista debutante. Fue un vuelo corto. En el avión los músicos contaban cuentos, Floreal Ruiz saco el termo y se preparó el mate, los del Quinteto Real conversaban en voz baja y Enrique Mario Francini les hacía bromas a todos, sin parar. El cómico dormía y el muchachito rubio miraba con curiosidad, callado, como descubriendo un mundo nuevo, de gente distinta, todos artistas, y que ahora él integraba.
El debut fue en Pico Truncado. Un público entusiasta llenaba la sala, imponente y lujosa, y acompañaba con aplausos, risas y afecto el desarrollo del espectáculo. Promediando la noche el locutor local anunció la actuación del Magoooooo Riiiiichard, mientras de fondo sonaba la marcha “Barras y Estrellas”. Entró llevando la mesita y bajo un brazo, el bastón. La galera se le enganchó en el telón y quedó en el piso. Con una sonrisa nerviosa instaló sus cosas y volvió a buscarla. Mientras la banda seguía sonando, miró desafiante a la platea y de un golpe, sacó una paloma, la depositó en la mesita, se dio vuelta y sacó otra, la puso al lado y cuando escuchó los aplausos, se inclinó para saludar. Entonces escuchó las carcajadas. Las palomas volaron y empezaron a dar vueltas por todo el teatro. Los chicos corrían siguiendo el vuelo, gritando y tropezando, mientras nuestro héroe, pálido y desconcertado se acercó al micrófono y pidió con voz temblorosa: ¿Un niño que quiera subir? Subieron dos.
-Bueno, vamos a hacer la prueba llamada se rompe y se arma -dijo, y puso un huevo sobre la cabecita de un pavito sonriente, de cachetes rojos. Lo tapó con un sombrero y con un martillo de plástico le dio unos toques. El huevo no se rompió. Desconcertado, le puso más intensidad a los golpes, pero nada, seguía entero. Entonces, cuando empezaron de nuevo las risas, tiro el martillo y la emprendió a coscorrones mientras el chico lloraba. El otro salió corriendo y se fue. Sonaba una silbatina ensordecedora y se escuchó la voz de don Migliazzo desde las bambalinas: ¡Poné la marcha y rajalo! El locutor lo despidió, presentó al cómico y pidió el aplauso para recibirlo.
¡Puede fallar! decía el mago de la TV rosarina en la década del 70. Raúl Granados lo había bautizado con un nombre sonoro: Piripipí. Trabajando con cuises en un club de Saladillo dejó a uno sobre la mesa de pool, para hacer el truco. El Conejillo de Indias corrió y se escondió en una tronera (los hoyos terminados en red que tiene la mesa). Piripipí completó media hora más de actuación tratando de sacarlo. Lo hacía con disimulo, pasaba y metía la mano sin mirar, pero nunca pudo. Al final se lo entregó José Falzone, el bufetero.
Hubo un mago que cambió de profesión, obligado por sus fracasos. En el cabaret “Telarañas”, de Pichincha, empezaba con una prueba cuyo resultado era la aparición de una carta. Pero el público era todas las noches el mismo y antes de que terminara, le gritaban a coro: ¡El dos de bastos! Era en ese momento cuando el personaje le gritaba a Pablo Pasqualis, guitarrista del show: Do mayor, maestro y atacaba: Uno busca lleno de esperanzas… Al final se decidió y, ampliando el repertorio, se hizo cantor. Creo que hasta cantó con Juan Antonio Manzur.
El mago Marzelo presentaba su gran pase que consistía en sacarle el saco a un voluntario y aparecer vistiendo la prenda robada, en diez segundos. Con los dos envueltos en una tela con bastidores, la prueba era impactante. Pero un día terminó como había empezado, el con su camisa de satén y el participante con su saco. Le agradeció la colaboración al señor, dijo: No salió, y siguió con otra cosa. En el camarín lo explicó: Tenía un revolver grandote en el bolsillo. Hombre prevenido vale por dos…
Vinicius llegó a la hora de la siesta al pueblito lejano de la provincia de Córdoba. No había nadie en la calle y se fue caminando al cine-teatro. En la marquesina estaba el afiche que decía Hoy Vinicius, el famoso ilusionista y prestidigitador, exclusivo en Sociedad Italiana. Tocó un timbre y no hubo respuesta. Probó con el picaporte y la puerta se abrió. Alguien había olvidado cerrarla. Entró, se instaló en un asiento y se durmió. Pasaron algunas horas y cuando los de la Comisión de Fomento llegaron, se sorprendieron. !La puerta abierta y alguien adentro! ¿Quien está?, gritó la señora del intendente.
-Yo, el mago, señora» se escuchó, seguido de un silencio incómodo. Hasta hoy se sigue diciendo en el pueblo que Vinicius abrió con sus poderes extraordinarios.
Conocimos muchos más. En clubes, en fiestas de cumpleaños, en fiestas escolares, en cabarets. Hubo chamameceros que los incluían en los intervalos de los bailes o aparecían en festivales de patín y graduaciones. Siempre un mago. Sin la grandiosidad de los famosos ilusionistas de Las Vegas como David Copperfield o Siegfried y Roy, ni la creatividad poética de René Lavand, pero con la voluntad inquebrantable de ayudarnos a creer que, mágicamente, algo puede suceder para torcer la realidad, a veces más increíble. Nada es lo que parece resuena en mi alma cuando las cosas parecen no tener solución. Era lo que le escuchaba repetir al viejo mago del barrio, que llegaba con su valija de cartón marrón y sacaba palomas de la galera, sin que nadie pregunte cómo.