por Jorge Cánepa
No conozco al padre Ignacio. Nunca hablé con él. Lo he visto algunas veces en reuniones, de lejos. Nunca intenté acercarme. Creo que hice bien. No sabría que decirle.
Siempre me intrigó su llegada a Rosario. No conozco cómo se toman las decisiones en la iglesia. Los traslados, ascensos y jerarquías deben guardar un orden y, seguramente, algo pasa por aquí para que, de vez en cuando, sucedan hechos singulares, como su designación. Desde Sri Lanka (antes Ceilán), al sureste de India, en Asia, al barrio Rucci. No debe haber sido tan lineal el camino, ni tan sencillo, pero visto a la distancia , y con poco conocimiento, así parece. ¿Cómo no adjudicarlo a cuestiones supraterrenales y milagrosas ?
Reitero algo importante. Nunca hable con el padre Ignacio. No lo conozco. No veo sus misas por Canal 3 y nunca entré a su parroquia. Tal vez respondiendo a la naturaleza egoísta y soberbia del hombre común que piensa que, solo, todo lo puede. Quizá los miedos me detienen. Pero he permanecido al margen de un fenómeno social que atraviesa todo lo conocido.
Escuché y vi de todo. El Eduardito nació con un tumor abdominal. No iba a vivir, pero vivió. Ya tiene 18 y sufre por Central. Edgardo caminaba doblado,como una L al revés , y ahora anda por el mundo, derecho y orgulloso , cumpliendo sus funciones solidarias. El Gaucho, mi amigo de la vida, enfrentó su operación de colon convencido de salir, y salió. «Está mejor que antes», dicen sus hijas, y celebramos nosotros. Roberto supo de su enfermedad y de su curación en la misma entrevista. Y sigue como si nada, sembrando y cosechando como su profesión de Ingeniero Agrónomo le exige.
Son parte de los cientos de seres esperanzados que, cada cual con sus penas, creen en él. Todos fueron a verlo. A todos los abrazó. Lo veneran. Lo ayudan.
Julio le ofrece su profesión de locutor. Cecilia y Pablo graban canciones, editan libros. Miles de hombres y mujeres se suman, y empujan. Trabajan en fundaciones, escuelas, organizaciones. Ofrecen su tiempo y su esfuerzo.
Parece que no está solo. Yo creo que sí lo está. Él se define como intermediario de Dios. Pero entre sus pares, nosotros los hombres, está solo, con su Fe y su Esperanza inquebrantables.
Desde la 6 de la mañana, cuando se anticipa al sol, no para y, hasta bien entrada la noche, los abraza, los consuela, los alienta, los ama. Llegan en ómnibus, en autos, en motos, en bicicletas. Atiende a todos. Sin privilegios. Para Ignacio son todos iguales. Son sus semejantes y se entrega a ellos.
Antes del descanso camina en su pequeño patio de tierra, descalzo. Y reza. Solo. Para seguir ayudando mañana, y después, y siempre. Entrega su vida a los otros todos los días. Nada pide. Si el padre Ignacio Peries no es un santo, ¿Quién podrá serlo?
Escribo estas líneas animado sólo por mi necesidad de dejar el testimonio de un contemporáneo agradecido y para que, cuando nosotros no estemos aquí y él sea una estampita, alguien cuente a mis nietos que aquí hubo un hombre dispuesto a entregar todo por los otros, sin condiciones. Sin vacilar. Convencido. La vida entera por los que sufren, en nombre de Dios. Para mí el padre Ignacio es un santo.
Y lo firmo.
Jorge Cánepa