Por Mauro Yasprizza
El concejal rosarino y convencional constituyente Juan Monteverde sostiene que el proyecto de reforma que impulsa el espacio Más para Santa Fe tiene dos virtudes centrales: invertir la pirámide del poder y transformar el derecho a la vivienda en un mandato constitucional. El planteo busca instalar una idea de ruptura: una Constitución que no hable solo del poder, sino de la vida cotidiana de las personas.
El problema es que, por más que se quiera invertir la pirámide, la política no se hace sin poder. Y el riesgo de romantizar el discurso es construir una narrativa que suene bien, emocione, pero no transforme.
Monteverde propone una imagen potente: “Hoy hay una pirámide donde muy pocos deciden por todos, nosotros queremos invertirla y darle más poder al vecino”. Una frase que parece tomar nota del hartazgo social con la representación, la distancia con la política, la desafección electoral. Pero lo hace desde un lugar institucional: una banca en el Concejo, una silla en la Convención, un lugar de poder. El gesto no es menor. ¿Se puede hablar de horizontalidad desde arriba? ¿O es una forma elegante de apropiarse del malestar?
Entre las virtudes que destaca, Monteverde menciona la creación de un capítulo de “Poder Ciudadano”, con nuevas herramientas de participación. Pero la pregunta inevitable es si esas herramientas permitirán incidir realmente en las decisiones del poder o si se limitarán a generar instancias de escucha sin consecuencias. La participación sin poder efectivo es apenas un espejismo: se abre la puerta a la palabra, pero no a la decisión.
Más ambicioso aún es el artículo que establece el derecho a una vivienda y obliga constitucionalmente a los gobiernos futuros a implementar planes para que los inquilinos se conviertan en propietarios. Una idea tan loable como peligrosa si no está respaldada por un plan, un presupuesto, una política sostenida. Constitucionalizar el deseo no garantiza su cumplimiento. Y convertirlo en mandato sin recursos puede derivar en una frustración institucionalizada.
En el fondo, Monteverde intenta despegarse del núcleo duro de la discusión reformista —la reelección del gobernador, la duración de los mandatos— y posicionarse como el reformador ético, el que quiere hablar de sueños y no de cargos. Pero incluso eso es política. Es también una forma de construir liderazgo, de ocupar un lugar simbólico en la escena, de disputar sentido. El gesto de superioridad moral puede convertirse, sin quererlo, en una forma sutil de personalismo.
La reforma constitucional no puede ser una carta de buenas intenciones ni una declaración de principios abstracta. Debe ser una herramienta concreta para organizar el conflicto social, redistribuir el poder y garantizar derechos en condiciones materiales reales. El discurso de Monteverde emociona, pero no necesariamente transforma. La pirámide, por más que se la nombre al revés, sigue siendo una pirámide si las bases no deciden y los de arriba siguen escribiendo.
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